Miguel aguarda tranquilo en la calle, poco a poco la lluvia aumenta su intensidad y el aire se entibia un poco, necesita un café y a paso lento, casi indeciso, se dirige a un local pequeño. Con su gorro se cubre la lluvia y una que otra gota astuta encuentra refugio en su espalda, entre los omóplatos: esto lo hace maldecir y ponerse tenso, a los segundos lo olvida.
El café está caliente y humea, sus manos mojadas envuelven el vaso de plumavit y, mientras lo bebe lento para no quemarse, lanza miradas furtivas a la calle. Entre las luces de los autos y las sombras de la gente se debate una incesante danza de colores y reflejos, la transitada calle prueba nuevas formas, cambiando su profundidad, ancho y largo. Claro que este espectáculo no es para Miguel más que un juego de luces, pues él – muy apático los últimos días – sólo espera que una determinada figura recorra esa calle.
La lluvia golpea con mayor fuerza el suelo, los tejados de lata imponen su candombe mojado, y la gente corre buscando refugio. En eso, Miguel recuerda varios cuentos en donde la lluvia destiñe la realidad: por su cabeza pasan las imágenes de los aventureros en Venus, buscando los domos de sol, de Bradbury; o lo que veía Isabel en su casa con el hijo que llevaba en el vientre, en el Macondo de García Márquez; del mismo modo se le pasaban por la cabezas ideas como esos monzones centroamericanos, en dónde de tanto llover al salir el sol caían los peces y tampoco dejó de recordar el inmenso agujero en Guatemala. Escribió algunas líneas en su cuaderno y cuando terminaba el café encontró que ya tenía algo que más o menos le gustaba.
Finalmente se decide por salir del negocio y vuelve a remontar la mojada calle, observa a los amantes correr y tomarse con sus manos mojadas, y antes de doblar la esquina alcanza a mirar por última vez esa calle en dónde esperaba encontrarla. “No está” – se convence – “esta noche no llegará”.
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