Sonaba Milonga del Marinero y el Capitán, de Los Rodríguez. Era su tercera noche y aún no paraba. La primera había sido coronada con la amistad, la segunda con el desamor y ahora, la tercera, aún no tenía etiqueta.
Si su primera noche terminó temprano y con sonrisas, mientras que la segunda aún le pesaba en el corazón: Miguel se había visto llorando, borracho por las calles de su ciudad, caminando derecho, pero zigzagueando entre recuerdo y recuerdo, ya que su mayor ruta se hallaba en los pensamientos. Era todo un desagradable cliché que le había servido de lección, de esas que no se olvidan, así como el amor que lloraba por última vez.
Ahora, en su tercera noche, la amistad y los romances furtivos llenaban el lugar, la música sonaba, y aquella mujer que bailaba a lo lejos no le permitía despegarle la mirada. Ella se movía de un lado a otro, y las demás personas, y sus parejas de baile, no eran más que objetos decorativos del enorme escenario en donde se movía con ligereza esa mujer, más mujer que cualquier otra y más alegre que todas las sonrisas que había observado. Su mirada felina lo consumía y a él no le importaba caer un poco, solo un poco más.
Si faltaron algunos ritmos en esa noche, ella los inventó, e invadió en él su pensamiento, como un torrente. Aún así, Miguel se encontraba con amigos, de varios años, y su propia cobardía – que luego rebelaría – como los compromisos sociales que amarran hasta a los más libres, lo ataban de manos…pero seguro que era más su cobardía, y él mismo se lo reprochaba.
Esa noche no hubo alcohol, como la anterior, esta noche no quería quedar ligado a esos recuerdos que le habían machacado el alma y que luego, encontrando por fin el camino para salir de su cabeza, se habían largado otorgándole una solución, la más simple, la más clara: enfrentarlo todo de frente.
Siguió la música, las fusas, semifusas, corcheas y semicorcheas que se abrían paso entre las densas nubes de humo y el hálito alcohólico de los que llenaban el bar, hacían que sus pies se movieran ligeros a sus ritmos, que resonaban en sus cabezas y en sus corazones. Era una fiesta de miradas y roces, de cuerpos encontrados y besos a un ritmo cadente, asonancia corporal que retaba al pentagrama plantearse una nueva fórmula, más simple, menos estructurada.
Miguel se perdía en esos besos fugaces y ya conocidos, quizás en otras circunstancias, pero que re-conocía. Al mismo tiempo sabía que eran besos de amistad, la conclusión de un diálogo que había traspasado por un momento las palabras. Y tan solo por un instante dejó de aparecer aquella imagen danzante.
Cuando se encontraba fuera del bar, y cada quien se disponía a ir a sus lugares, volvió a aparecer esa mujer, que lo miró nuevamente incitándolo al diálogo. Por un instante dudó de lo normal de esta persona, y así como las santeras, lo hacían moverse sin su total dominio del cuerpo, todo su ser se impulsaba hacia ese espacio que lo atraía. Pero aún así, el peso de quienes lo rodeaban era más fuerte y, como ya se había dado cuenta, el de su cobardía.
Cabe dejar claro, y solo se dejará claro esta vez, que Miguel no siempre actúa de la misma forma, pero esta vez las penas pasadas lo habían dejado mal parado y, como le había comentado a una buena amiga: parecía que estas semanas el karma le había jugado sucio, y todas las situaciones viajaban directamente en picada.
De todos modos, no todo estaba perdido, y fue felizmente ella, aquella santera, que se le acercó y le exigió el contacto. Conversaron poco rato y el diálogo fue sellado con un beso que quedó quemando lo que restaba de la noche.
Al poco rato, se vio viajando en un bus que no paraba de cantar la fiesta no concluida de la noche, entre las viejas y las nuevas amistades, conversaban y reían. Aunque surrealista, la micro se llenaba de tambores, el chofer, un anciano, reía y cantaba al ritmo de los pasajeros, y la velocidad aumentaba al tiempo de las canciones. El “sapo”, solo fumaba y observaba a los enfiestados, los enfiestados se observaban todos y compartían la confianza de los desconocidos.
Así la fiesta se movilizó sobre ruedas y Miguel llegó a su destino, a seguir caminando, acompañado de algunos de los ocupantes de la micro que bajaban en la misma parada, y alguno que otro quiltro que como guardianes, los escoltaban a sus hogares.
Le dio instrucciones para llegar al terminal de buses a un futbolista, que jugaba un partido en unas horas más en Santiago, y le dio el cierre a la noche. Sin antes pensar en su tercer día y el comienzo de un ciclo interminable, un Samsara, su Samsara, que lo ata irremediablemente a la vida, y le da vida a partir de eso.
2 comentarios:
Le falta. Hay cosas por corregir. Puede ser el inicio de algo.
¿Algún consejo?
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